Leyendas

Sancho de Ridaura, el Señor de Pedraza (Leyenda Castellana)

En los primeros años del siglo XIII, existía (y existe) en Pedraza, provincia de Segovia, un formidable y suntuoso castillo, de anchos muros, flanqueado de altas torres almenadas y rodeado de un foso, que hacían de él una fortaleza inexpugnable. Lo habitaba el noble Sancho de Ridaura, guerrero y señor generoso a quien idolatraban todos sus vasallos.


 (Castillo de Pedraza en la actualidad)

En una aldea de sus dominios vivía una humilde muchacha, de gran belleza, hija de unos pobres colonos, y en una casa próxima habitaba un joven labrador, trabajador y honrado, que estaba enamorado desde niño de la muchacha. Juntos habían crecido, confundiendo sus juegos y sus risas con un profundo e invariable amor.

El señor del castillo vio un día a la muchacha, y quedó ciegamente prendado de tanta hermosura, tanto fue así que valiéndose de sus derechos feudales la hizo su esposa, elevándola de su humilde condición a rango de noble castellana.

Destrozado quedó el corazón del joven al tener que renunciar a su amor, en su condición de siervo no podía disputársela a su señor, y como no encontraba consuelo humano, fue a ocultar su dolor en la dulce paz de un monasterio. Allí se entregó a la oración y con el amor de Dios fue cicatrizando suavemente su herida.

Pasó el tiempo, y los nobles castellanos vivían felices. Pero habiendo muerto el capellán del castillo, el cristiano señor pidió al cercano
monasterio que le enviara al monje más virtuoso de todos ellos, para reemplazar en sus funciones al fallecido sacerdote. El abad eligió de entre todos los frailes, como el más humilde y devoto, al antiguo adorador de la bella doncella, y le envió sin saberlo junto a ella. Confusa quedó la misma al reconocer al nuevo capellán, aquel muchacho de sus juegos infantiles, por el cual sintió un profundo amor y que ahora tendría que vivir con ellos entre los muros de la fortaleza. Presintiendo el peligro que supondría el volver a renacer aquellos sentimientos, procuraba evitarle en todo momento. El por su parte, hacía lo propio y acallaba sus sentimientos con rezos y fuertes disciplinas.


Ocurrió entonces la invasión de los almohades, y Alfonso VIII organizó rápidamente la defensa de Castilla, con la ayuda de los reinos vecinos y la cooperación de los nobles castellanos, que abandonaron sus dominios y acudieron con sus tropas al auxilio de la parte de España que tras cientos de años habían logrado reconquistar.

Partió al mismo tiempo el noble castellano del castillo de Pedraza, que al frente de sus huestes se distinguió por su heroísmo en todas las batallas contra los moros, y se llenó de gloria en la de las Navas de Tolosa, donde los cristianos rompieron las cadenas de la tienda que protegía al dirigente musulmán e infringieron una gran derrota a los invasores, estas cadenas se conservaron desde entonces grabadas en el escudo de España, son las cadenas de Navarra, puesto que fue el rey de este reino el que las rompió.

Cubierto de gloria, regresó el caballero a su castillo, todos los vasallos acudieron en masa para aclamar al guerrero victorioso y rendirle homenaje.

En el umbral, rodeada de sus servidores, esperaba su esposa. El señor, después de saludar agradecido a sus siervos, atravesó el puente levadizo y radiante de gozo fue a abrazar a su esposa, que turbada se desmayó entre sus brazos.

Pensativo y confuso quedó el caballero ante la extraña actitud de su esposa, e intentó de informarse por uno de sus más antiguos criados. Supo por él que la intachable fidelidad de su esposa, durante su ausencia había sido al final empañada por su inextinguible amor por el fraile.

Al día siguiente, reinaba en el castillo un gran bullicio, el caballero recibía con fingida alegría  las visitas de otros nobles que acudían para darle la bienvenida. Para celebrar el triunfo se preparó una gran cena, al banquete estaban invitados todos los nobles del reino.

Llegado el momento, se sentaron a la mesa todos los comensales presididos por el señor y su esposa. Al final el ilustre guerrero, con voz elocuente, manifestó que iba a otorgar ante todos el premio merecido a los servicios excepcionales que en su ausencia se habían prestado.



El señor dio orden a sus servidores de que le trajeran una corona. Al momento entraron dos vasallos vestidos con brillantes armaduras, llevando sobre una enorme bandeja de plata una corona de hierro, cuya parte inferior estaba erizada de púas enrojecidas al fuego. Los dos hombres se acercaron con ella al fraile, y el caballero calzándose unos guantes de acero, colocó él mismo la corona sobre la cabeza del fraile mientras decía:

-La recompensa por tus servicios.

El fraile, tras agónicos gritos de dolor cayó al suelo. Quiso luego el caballero dirigirse hacia su esposa pero ésta había desaparecido. Salieron en su busca y la encontraron en sus aposentos con el corazón traspasado por una daga.



Los siglos pasaron y el castillo se abandonó hace mucho tiempo, pero aún hoy en día las gentes de aquella comarca afirman que cierta noche del año en el ruinoso castillo dos extrañas figuras resplandecientes coronadas por una orla de fuego pasean por las derruidas almenas, siempre juntas a pesar de su dolor.
 
 La Cueva de la Mora (Leyenda Castellana)

Cuentan que una vez en cierto lugar de Castilla, en la época de la Reconquista, existió una ostentosa vivienda de un árabe famoso por sus riquezas, y también por tener a una hija de gran belleza y discreción, a quien ninguno de sus pretendientes moros había logrado conquistar.

Un día llegó hasta allí un caballero cristiano que se enamoró perdidamente de la joven doncella y fue correspondido por ella con la misma pasión. Secretamente se veían todos los días y se prometían amor eterno, pero aquella situación se fue haciendo cada día más difícil para la doncella mora por las diferencias de raza y religión que les separaban. 


 
La familia de ella cada vez estaba más en contra debido a los odios que existían entre árabes y cristianos que cada vez aumentaban más por las guerras en Castilla. Por tal motivo le prohibieron a la joven que continuase sus relaciones con el caballero castellano. Secuestrada la doncella en la casa de sus padres, no pudo nunca más ver de nuevo a su amante, y éste, desesperado ante tal situación, marchó a la guerra contra los moros, abandonando para siempre aquellos lugares.

En vano esperó la muchacha su regreso, y nunca recibía noticia alguna de su suerte. Nunca pudo saber si su desesperación le había impulsado a buscar la muerte en el combate, o si la habría olvidado por otra mujer. Pero ella nunca dejó de mantenerse firme en sus sentimientos y continuó esperando año tras año su regreso.

Para corregir tal actitud, su padre ordenó casarla varias veces con jóvenes de su misma religión, pero ella los rechazaba aún en contra de la voluntad familiar. Un día su padre, cansado de tantas afrentas, decidió castigarla para ver si podía domar sus sentimientos, pero no sabía que los sentimientos sinceros nunca pueden ser cambiados. Ordenó que la encerraran en una cueva de aquellos parajes, creyendo que así vencería su obstinación. Pero todo era inútil, ella aceptaba el castigo con humildad y resignación, se dejó encerrar y siguió en ella llorando la pérdida de su amado con la esperanza siempre viva de su regreso.

Dice la leyenda que allí pasó unos cuantos años y que por fin murió de pena, en la gruta que desde entonces se conoce como la cueva de la Mora.



Cuentan también que su alma, siempre esperanzada, vaga todavía por allí, aguardando la vuelta del caballero cristiano, y que todos los años en el mismo día de su partida, el espíritu de la joven se libera unas horas de su cautiverio y sube hasta la colina para otear el horizonte por donde espera ver regresar a su amado, algunos afirman que una figura muy blanca y muy bella se deja ver en las noches oscuras, otros dicen que es simplemente un rayo de luna...


El Guardia de Corps (Leyenda Castellana)


En una noche primaveral y silenciosa del siglo XVIII, paseaba aburrido y cansado por la callejuela de San Justo de Madrid, el apuesto y galante caballero don Juan de Echenique. Vestía con cierto orgullo, un tanto vanidoso el uniforme de los guardias de Corps de Carlos IV; en su cinto pendía un espadín, que al andar tropezaba en el muro de la estrecha calleja.

Don Juan, caminaba cansado, aquella noche, al igual que en las anteriores le esperaba una mujer, pero ya se había aburrido de ella al igual que de todas las anteriores, y estaba dispuesto a abandonarla como a tantas otras. Su cuerpo y su alma necesitaban ahora una nueva savia, fuerte, distinta; algo difícil y misterioso que atrajera su atención cansada ya de amores fáciles.

Estaba en estos pensamientos, cuando de repente, notó que la pared de la callejuela se iluminaba con un leve resplandor. Alzó el rostro; la luz venía de un balconcillo que se acababa de encender, vio confusamente un juego de sombras que se entrecruzaban por unos instantes, y por último un contorno femenino que se apoyaba en la barandilla. Apenas don Juan podía distinguir la faz de la extraña mujer, pero adivinó su espléndida cabellera que caía sobre los hombros, y una voz muy dulce que amablemente le invitó a subir.



Aquello le resultó apasionante a don Juan, su corazón latía de emoción y curiosidad, iba a saborear por fin algo nuevo y desusado. Se plantó frente a la puerta de la vieja casa hasta que la dama bajó para abrirle. Don Juan no pudo contener la exclamación al contemplar tan extraordinaria belleza.

Aquella dama le condujo por salones ricamente decorados que no correspondían con el pobre aspecto exterior de la casa, hasta un rincón más intimo y acogedor. Allí transcurrieron veloces las horas para los dos amantes, hasta que el reloj del templo vecino desgranó sonoras campanadas al amanecer, advirtiendo a don Juan que era llegada la hora en que debía volver a prestar su guardia en el real palacio.

Precipitadamente atravesó los salones y salió por la puerta, marchó con paso rápido hasta llegar a la Calle Mayor. Allí fue cuando ya repuesto de las emociones, echó de menos su espadín, rápido como una exhalación deshizo lo andado y regresó  otra vez frente a la casa. La puerta estaba cerrada y la aporreó con violencia. Un anciano que allí cerca paseaba tranquilo, se acercó al caballero :

- ¿Qué quiere usted a estas horas? le preguntó con voz soñolienta.

- Acabo de salir de esta casa hace unos minutos y necesito entrar para coger el espadín que dentro olvidé.

El viejo como respuesta soltó una carcajada, y recomendó a don Juan marcharse a dormir y esperar a que se le pasaran los efectos del alcohol. Pero el caballero juró y perjuró que estaba sereno, que había pasado allí la noche y que necesitaba el espadín para volver a prestar servicio.

Ante tal insistencia el anciano le explicó que aquella casa estaba deshabitada desde hacía muchos años atrás, que él era su guardián y que no tendría inconvenientes en abrirle la puerta, si es que necesitaba cerciorarse de ello con sus propios ojos.  




Ante el estupor de don Juan, el viejo le condujo a través de los mismos salones, antes lujosos y relucientes, y ahora cubiertos por una espesa manta de polvo que ocultaba todo el colorido. Tuvo fuerzas para llegar hasta la habitación donde había pasado la noche, y allí sobre la silla encontró su espadín, reluciente e intacto.

Cuentan los vecinos de la calle San Justo de Madrid, que don Juan horrorizado por todo aquello, corrió a colocar su espada como ofrenda a los pies de la imagen del Cristo de los guardias de Corps, donde permanece desde entonces como símbolo de la romántica leyenda.


El Monte de las Ánimas (Leyenda Castellana)


- Atad los perros; haced la señal con las trompas para que se reúnan los cazadores, y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es el día de Todos los Santos y estamos en el monte de la Ánimas.

-¡Tan pronto!

-Hoy es imposible continuar. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios , y las ánimas (almas) de los difuntos comenzarán a tañer la campana en la capilla del monte.

-¡En esa capilla ruinosa! ¡bah! ¿quieres asustarme?

-No, hermosa prima; tu ignoras lo que sucede en este país porque aún no hace un año que has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré esta historia.

-Este monte que hoy se llama de las ánimas pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves allí en la margen del río. Los Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad por la parte del puente, haciendo en ello notable agravio a sus nobles de Castilla, que hubieran sabido solos defenderla al igual que la conquistaron.


Entre los caballeros de la nueva y poderosa orden templaria y los nobles de la ciudad se desató por esta causa un odio profundo. Los primeros tenían acotado este monte donde reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres; los segundos determinaron organizar una partida de caza en el coto a pesar de las severas prohibiciones de los clérigos-guerreros.

Cundió la voz del reto y no hubo manera de detener a los unos en su manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada caza se llevó a cabo, y se convirtió en una matanza espantosa. El monte quedó sembrado de cadáveres, los lobos tuvieron un sangriento festín. Por último tuvo que intervenir el rey poniendo paz y el maldito monte antes tan disputado por los odios, ahora quedó abandonado, y la capilla de los Templarios, situada en el mismo monte, comenzó a arruinarse por el paso del tiempo.

Desde entonces dicen que cuando llega la noche de difuntos se oye doblar la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una fantástica cacería entre los árboles y zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, y al otro día se han visto impresas en el suelo, las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria le llamamos el Monte de las Animas, y por eso hay que salir de él antes de que llegue la noche.


El relato de Alonso terminó justo cuando pasaban el puente de la ciudad, esperaron al resto de la comitiva de caza y posteriormente se perdieron entre las oscuras callejuelas de Soria.

Tras la cena en el palacio de los Condes de Alcudiel, sólo dos personas permanecían ajenas a la conversación general, Alonso y Beatriz, ambos guardaban desde hacía rato un profundo silencio. Las mujeres, a propósito de la noche de difuntos, contaban historias de terror al amor de la lumbre, mientras, las iglesias de la ciudad de Soria doblaban a lo lejos con su tañido monótono y triste.

-Hermosa prima, dijo Alonso, pronto vamos a separarnos, tal vez para siempre, las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales se que no te gustan. Tal vez cambies esto por la pompa de la corte francesa, presiento que no tardaré en perderte...

-En mi país, dijo ella, hay una costumbre, es la de entregar una prenda en un día de ceremonia, para comprometer una voluntad.

El, extendió la mano y le entregó un broche que sujetaba la pluma de su gorra.

-¿Y tu? dijo Alonso

-¿Porqué no? exclamó ella, llevándose la mano al hombro derecho como para buscar algo... después con una infantil expresión dijo

-¿Recuerdas la banda azul que llevé hoy en la cacería?, pues la he perdido, y pensaba dártela como recuerdo.

-¿dónde se perdió? repuso Alonso con una expresión de esperanza.

-¡En el Monte de la Animas! dijo ella con indiferencia

-Tu lo sabes, en la ciudad, en toda Castilla, me llaman el rey de los cazadores, la alfombra que pisan tus pies son despojos de las fieras que maté por mi mano, nadie dirá que me ha visto huir del peligro. Sin embargo aunque otra noche volaría gustoso en busca de tu banda, esta noche..., esta noche tengo miedo, las campanas doblan desde hace rato, las ánimas estarán levantando sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren las fosas, las ánimas cuya sola vista puede helar de terror la sangre del más valiente.

Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible aparecía en la cara de Beatriz mientras atizaba el fuego con indiferencia.

Alonso comprendió enseguida el reto, se limpió el frío sudor de la frente.

-Adiós Beatriz, adiós. Hasta... pronto.

-Alonso,¡Alonso! dijo esta volviéndose con rapidez, pero cuando quiso o aparentó querer detenerle, ya había desaparecido. Poco después se oían los cascos de un caballo que se perdían a lo lejos.


Pasaron los minutos, las horas, la media noche estaba a punto de sonar y Beatriz se retiró a sus aposentos. Apagó la lámpara y pensó si Alonso habría tenido miedo, pensó en su tardanza, finalmente se durmió con un sueño algo inquieto, ligero, nervioso.

Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas, tristes y entreabrió los ojos, creía haber oído pronunciar su nombre, pero lejos, muy lejos. El viento gemía entre los vidrios de las ventanas.

-Será el viento, dijo, y poniendo la mano sobre el corazón intentó tranquilizarse, pero éste latía cada vez con más violencia. Las puertas de la habitación habían crujido. Primero unas, luego otras, todas las puertas que conducían a su habitación iban sonando en orden con un ruido sordo y grave. Después silencio, un silencio lleno de extraños rumores, el silencio de medianoche.

Beatriz, temblorosa, sacó la cabeza fuera de las cortinillas de la cama y escuchaba con atención.

-¡Bah! no soy tan miedosa como estas gentes, cuyo corazón palpita de terror frente a una armadura.

Cerrando los ojos intentó dormir... pero en vano, pronto se incorporó más pálida, más inquieta y aterrada que antes. Ya no era ilusión, la puerta había sonado sobre sus goznes de hierro y una pisadas sordas habían sonado sobre la alfombra.

Escondió la cabeza y así se mantuvo, en la oscuridad, una hora, dos horas, una eternidad...

Al fin, despuntó la aurora, entreabrió los ojos ante los primeros rayos tímidos de luz. Separó las cortinas de seda del lecho, ya se disponía a reírse de sus temores pasados, cuando de repente un sudor frío recorrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal envolvió sus mejillas, sobre el reclinatorio, había visto sangrienta y desgarrada la banda azul que perdiera en el monte, la banda azul que fue a buscar Alonso.

Cuando los servidores llegaron despavoridos a la habitación para comunicarle la trágica noticia de la muerte de Alonso devorado por los lobos en el Monte de las Animas, la encontraron inmóvil, crispada, los ojos desencajados y pálida, ¡había muerto de horror!


Dicen que después de este suceso en la noche de los difuntos, el Monte de las Animas presencia la batalla entre templarios y guerreros subidos en sus esqueléticos caballos, con sus roídas armaduras . Entre ellos se deja ver a una hermosa mujer, pálida y desmelenada, que con sus pies desnudos y sangrientos y arrojando gritos de terror, da vueltas alrededor de la tumba de Alonso.


El lago de Taravilla (Leyenda Castellana Siglo XVI)


Una tarde de septiembre de 1528, bajo una imponente tormenta, llamó a un albergue perdido en el monte, un noble caballero. Sus vestidos eran lujosos, y el ventero, después de inspeccionar por la mirilla de la puerta abrió complacido.

El recién llegado pidió lumbre para secar sus ropas y permiso para meter en la cuadra a su caballo. Como la tormenta no cesaba y la noche se echaba encima, decidió alojarse allí; mandó que le prepararan una buena cena y una habitación para dormir.



El ventero, imaginando que el caballero sería algún gran personaje extraviado en el monte y con sus bolsillos repletos de escudos, determinó apoderarse del oro, ya que a un rincón tan intrincado del bosque nadie le habría visto entrar. Le sirvió la cena lo más rápido posible, y no cambió palabra con él para que sin ninguna distracción, se retirara inmediatamente a su aposento. El dueño de la posada, se despidió para acostarse, se metió en su cuarto, buscó un afilado cuchillo, y con gran agitación esperó a que su huésped estuviese acostado.

Escuchó un rato sin percibir el menor ruido, y sabiendo que ya con certeza el caballero dormía, abrió con cuidado la puerta, se lanzó sobre el lecho y clavó repetidas veces el arma sobre el infeliz durmiente. El asesino cuando comprobó a la luz de una bujía que el hombre estaba muerto, registro sus ropas, hallando en ellas varias bolsas de oro.

El hostelero se sintió feliz, varias veces contó las monedas y finalmente las puso en lugar seguro, metió a la víctima, rápidamente, en un saco lleno de piedras y cosido, lo cargó y lo transportó  hasta la cercana laguna de Taravilla, la cual creen sin fondo y comunicada con la Muela de Utiel por abismos subterráneos.



Vuelto a casa, el criminal borró toda huella del crimen, se acostó satisfecho y durmió toda la noche. Al día siguiente, como no encontró el cuchillo, se inquietó con el pensamiento de que lo hubiese dejado clavado en el muerto y de que el arma llevaba grabada en la hoja su nombre y apellidos. Pero se tranquilizó pensando ¿quién podría verlo nunca ?, podría vivir tranquilo, ningún humano había llegado jamás al fondo del lago.


Pasados unos meses, una negra noche, un fuerte temblor de tierra se dejó sentir en la comarca, abriendo las entrañas de la Muela de Utiel, lo que hizo que bajaran las aguas del lago de Taravilla, finalmente desaparecieron en las entrañas de las simas y el lago quedó seco. Acudieron a contemplarlo los vecinos de los pueblos de alrededor y descubrieron un saco abierto por algo cortante y un cadáver con un puñal en la mano, ese puñal llevaba el nombre del hostelero grabado.

La noticia se divulgó rápidamente, y el asesino al verse descubierto, antes de ser detenido, se ahorcó de una viga.




Semanas más tarde las aguas comenzaron a llenar de nuevo el lago. Desde entonces se ha repetido varias veces el fenómeno, y los vecinos creen que las aguas se retiran cuando el lago esconde algún secreto, y vuelven a aparecer cuando se le ha dado al cadáver cristiana sepultura.

La laguna de Taravilla es visitable, está cerca de Molina de Aragón, en el parque natural del Alto Tajo.

Los Amantes de Teruel (Leyenda Aragonesa Siglo XIII)


En un edificio a mitad de lo que hoy es la calle de los Amantes, vivía don Martín de Marcilla, descendiente de don Blasco de Marcilla, uno de los audaces capitanes que en 1171, con el permiso del rey Alfonso II conquistó la villa de Teruel a los musulmanes.

Don Martín estaba casado con doña Constanza Pérez Tizón y del matrimonio nacieron tres hijos: don Sancho, don Diego y don Pedro.

La familia Marcilla era muy importante en el Teruel de aquel entonces, pues el propio don Martín de Marcilla fue Juez de Teruel durante los años 1192 y 1193.
Poseían una gran hacienda, pero en 1208 quedó empobrecida a causa de una terrible plaga de langosta que asoló la comarca de Teruel.

Muy próxima a la casa de los Marcilla, en lo que siempre se le ha conocido como el edificio de Sindicatos, vivía la familia de don Pedro de Segura, que aunque de menos linaje y nobleza que los Marcilla, había prosperado más por su dedicación al comercio, llegando a ser una de las familias más ricas de Teruel.

El matrimonio Segura tenía una hermosa hija, Isabel de Segura, con la que Diego de Marcilla jugó desde niño y entabló una gran amistad durante su adolescencia.





Con el transcurso del tiempo y casi sin darse cuenta, los juegos y la amistad se fueron transformando en un juego de amor. Y por fin llegó el día en que Diego, sintiéndose plenamente enamorado de Isabel, le declaró su amor y su ardiente deseo de tenerla por compañera por toda la eternidad. Isabel, que compartía tales sentimientos, aceptó la proposición y ambos comenzaron a imaginar planes maravillosos sin que nada se interpusiera en su camino por el momento.

Así, enamorados, y de mutuo acuerdo, llegó el momento en que Diego, confiado y esperanzado, consideró necesario proponer sus pretensiones al padre de Isabel.

Don Pedro, sopesando las ventajas e inconvenientes de tal enlace, y comprendiendo que económicamente no le beneficiaba la alianza de su hija con el segundón de los Marcilla, se negó rotundamente, anteponiendo la riqueza a la nobleza y el interés material al amor desinteresado, puro y limpio.

Los Amantes de Teruel,1884. Antonio Muñoz Degrain. Museo del Prado. El duro golpe y el menosprecio recibido por Diego truncó todas sus alegrías y esperanzas, pasando de la felicidad más pura a la desesperación extremada.

Comprendiendo que era imposible la terquedad del que podía haber sido su suegro y que el único camino que había para conseguir a su amada, era enriquecerse, decidió partir en busca de riquezas, luchando en la guerra contra el infiel. Y así se lo hizo saber a Isabel: “Volveré un día a Teruel cargado de gloria para conseguir tu mano, o bien moriré como buen vasallo en la lucha”.
Llegado el momento de partir, Isabel, con gran amargura, le confesó sus miedos al peligro, la soledad, la tristeza y a la ausencia de noticias de él.

Comprendiendo Diego que el sacrificio de su amada era injusto si él moría en el campo de batalla, propuso establecer un plazo de espera durante el cual se guardarían ambos fidelidad mutua.
De mutuo acuerdo fijaron un plazo de cinco años, agotados los cuales Isabel quedaba libre, para que de esta manera no agotase su vida estérilmente.

La despedida debió ser enternecedora, y sucedió en la primavera del año 1212, año en que Diego de Marcilla se dirigió a Zaragoza para unirse al ejército del rey de Aragón don Pedro II y comenzar así su calvario.

   
Entre tanto, triste y sola, se quedaba Isabel en Teruel, oteando día tras día los lejanos horizontes, esperando.

Los días fueron pasando, las esperanzas se perdían e Isabel desvanecía cual flor marchita; ni siquiera los regalos de su padre para levantarle el ánimo le alegraban el espíritu. Y bien que se preocupaba de saber de Diego mediante las gentes venidas de Castilla a las cuales escuchaba con ansiedad sus relatos, pero era inútil, pues nadie sabía darle razón de él. Imaginando lo peor, ya no preguntaba a combatientes regresados ni a viajeros y mercaderes, sólo rezaba por él en Santa María de Mediavilla, San Pedro o el Salvador.

Así transcurrieron los días y los años, hasta que un día su padre tomó la determinación de obligarla a aceptar los galanteos de un turolense rico e ilustre muy del agrado del padre: don Pedro de Azagra. Isabel daba largas al asunto, pero su padre insistía cada vez más en el enlace matrimonial.

Habían pasado ya cuatro años y tal era la insistencia del padre, que Isabel aceptó el deseo paterno, pero con la condición de que lo cumpliría tras agotarse el plazo de espera que había pactado con Diego.
Por fin llegó la boda, y se celebró el mismo día en que se cumplían los cinco años, y justo el día en que Diego regresaba victorioso y habiendo conseguido la fortuna deseada.



Era ya pasada la media tarde cuando Diego, montado a caballo, subía a galope tendido por la cuesta de la Andaquilla. Cruzó el portal de Daroca y se dirigió a casa de los Segura con intención de ver a su amada.

Al llegar a la puerta no salía de su asombro al ver tanta gente y semejante jolgorio. Acercándose a un grupo de jóvenes, preguntó por la causa de tal regocijo. Los jóvenes le informaron que se trataba de la boda de la hija de Don Pedro de Segura.

Amargura, dolor, rabia y pena es lo que sintió en aquel momento, pero aunque resentido ante tal ingratitud tomó la determinación de entrar para entrevistarse con Isabel y comprobar que efectivamente era cierta la noticia que acababa de recibir.

Se adentró en salas y estancias hasta encontrar a su amada. Ella al verle lo miró y tras leer en su mirada la acusación y el reproche, cayó desvanecida. Ya recuperada, pidió permiso a los presentes para retirarse a solas por unos momentos. Él la siguió disimuladamente hasta la alcoba nupcial y allí intercambiaron mutuos reproches. Diego le prometió marcharse para siempre de Teruel, a cambio lo único que le pedió fue un beso de despedida. Pero fue un beso que Isabel, fiel a su matrimonio, le negó por tres veces. Ante tal crueldad Diego cayó muerto a los pies de Isabel.

Aterrorizada y sobrecogida ante aquella muerte repentina, quedó inmóvil sin saber qué hacer. Al momento reaccionó, se acercó a Diego e intentó reanimarlo, pensando que bien podía tratarse de un desvanecimiento, pero fue inútil: Diego acababa de morir.
Dada la tardanza de Isabel, su marido fue a buscarla. Al entrar en la estancia, quedó atónito al ver el cadáver. Al reconocer el difunto consideró que no era conveniente que los invitados se percatasen del suceso, así que organizó su plan: cuando los invitados ya se habían marchado y la quietud y las sombras de la noche invadían la villa, tomó el cuerpo de Diego, lo sacó de casa de los Segura y lo dejó abandonado en un callejón cerca de la casa de los Marcilla, cual si de un invitado poseido por el alcohol se tratase.

Al amanecer el nuevo día, don Martín de Marcilla volvía a ver a su hijo tras cinco años de ausencia, pero… sin vida. Amargo momento para unos padres que después de cinco años de espera tenían que recibir la visita de su hijo en cuerpo inerte.

En casa de los Segura nadie daba crédito a lo sucedido, pues bien se encargaron Isabel y su marido de guardar silencio. Mientras tanto, Teruel, vestido de luto, acudía a casa de los Marcilla para expresar su condolencia.

Don Martín resolvió celebrar los funerales de su hijo en la iglesia de San Pedro, y allí, sobre un catafalco, y sin cubrir, fue depositado el cuerpo de Diego.
Isabel, presa de los remordimientos y agobiada por la angustia, tomó un manto, cubrió su rostro para no ser reconocida y se sumó a la comitiva.

Al llegar a la iglesia, tras clavar la mirada en el cadáver de su amado, atravesó la nave y, deseosa de reparar el mal causado, se dispuso a dar a Diego el beso que le negó en vida. Arrojándose sobre el cadáver, unió su boca a la de su amado, proporcionándole un beso intenso. Este fue su primer y último beso, pues con él acababa de exhalar en ese mismo momento su último aliento vital, toda vez que quedaba unida para siempre al hombre a quien tanto había amado y a quien no había podido unirse en vida.

Las personas más próximas intentaron apartarla creyéndola desmayada sobre el difunto, pero fue inútil, y mayor fue la sorpresa al comprobar que se trataba de Isabel de Segura.



Por indicación expresa de algún pariente respetado, se acordó enterrarlos juntos en la misma sepultura. Y así se hizo, se les dio sepultura en la capilla de San Cosme y San Damián de la Iglesia de San Pedro, donde en 1555 fueron halladas sus momias junto con un documento que atestiguaba el suceso."

 

Hoy en día todavía es posible visitar los cuerpos incorruptos de los dos amantes, tras muchos avatares de la historia, descansan definitivamente en un sepulcro de alabastro, Diego e Isabel seguirán juntos para siempre uno al lado del otro, sin embargo hay que ser observador y notar que aunque las esculturas de ambos féretros descansan una al lado de la otra, sus manos no llegan a tocarse. Permanecen como cuando vivían, juntos si, pero el uno sin el otro.
 


¿Quién pudo cometer aquello? (Leyenda Castellana Siglo XVI)

Corría el año 1550; el oro venía del Perú en galeones bien custodiados y acompañando el dulce tintineo, llenos de orgullo y acariciados por doradas esperanzas, también llegaban los propietarios. Uno de ellos, viejo, corcovado, con los ojos cansados de contemplar tesoros, desembarca en Cádiz. Era rico, y con el oro pensaba que podía comprarlo todo: hasta el amor. Se hizo largo el viaje hasta la Villa y Corte, pues recordaba que su amigo el médico del rey quedó tutor de una niña encantadora que ahora estaría por los 20 años y soñaba contagiarse de su juventud contrayendo matrimonio con ella.


Una vez todo dispuesto para la ceremonia, el viejo médico llevó a su pupila al palacio real. Don Felipe II siempre le había mostrado afecto y en esta ocasión  le ofreció como regalo nupcial las trece monedas de oro que habían de servir de arras.
El casamiento se celebró con gran pompa. El anciano esposo había regalado a la juvenil desposada un magnífico traje blanco, bordado con perlas. De encaje de Bruselas era el manto, que le llegaba hasta su borde, y ocultaba su cara y sus ojos.... enrojecidos por el llanto.

Vino después el banquete, en el que los invitados, obsequiados hasta la saciedad, se tambaleaban en los límites de la embriaguez. Cayó la tarde; los criados encendieron las luces. La novia se había retirado a sus habitaciones, lejos del bullicio. Y en medio de la noche, cuando el anciano, pensando en su felicidad, comprada con oro, y a costa de las lágrimas de una obediente muchacha, fue a buscarla... no la encontró.

Alarmado, gritó a los servidores, recorrieron la inmensa casa, registraron los rincones, repasaron los salones del banquete, sin el menor éxito, y por último bajaron a los sótanos. Y allí, en el suelo húmedo, en un aire mohoso, pesado e irrespirable, la encontraron echada. El velo de encaje aún temblaba en su frente, el traje de perlas estaba teñido de rojo. Acercaron los candiles; entre sus manos sostenía el pañuelo bordado, trece monedas de oro a sus pies y un puñal florentino incrustado con gemas de colores, clavado en su corazón.


Horrorizados se retiraron en silencio el amo y los servidores. ¿Quién pudo cometer aquello?, aún queda en pie el enigma, sólo sabemos que el anciano a partir de entonces y hasta el final de sus días todo el oro que tocaba quedó manchado de sangre, y que por los sótanos de la casa se oyen gemidos, y dicen que alguien ha visto pasear, como un espectro, en las altas horas de la noche, a una dulce joven, envuelta en velos, haciendo tintinear en sus blancas manos las trece monedas de oro que vendieron su juventud e inocencia.


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